Es la crisis, pero también lo era antes. Hablamos de la competitividad y del modelo productivo.
Un mundo globalizado, especialmente en el plano comercial, impone a los estados, las empresas y los individuos, competir por hacerse un hueco. Esta competición puede llevar implícita desigualdades en cuanto a cuestiones como la libertad individual y la protección a los mas desfavorecidos.
Por suerte, nos ha tocado nacer en el primer mundo y, además, en Europa, donde los ciudadanos tenemos -y queremos seguir teniendo- altas cotas de libertad individual y los estados tienen la obligación de promover el bienestar de la población.
Esto, ya de entrada, hace que vivamos en entornos productivos mas caros y menos competitivos que países con regímenes totalitarios (léase China, por ejemplo) o con sistemas económicos mas injustos (léase EEUU, donde la enfermedad es la primera causa de bancarrota familiar).
Como no podemos competir en igualdad de condiciones, el camino es poner en el mercado productos mas sofisticados y de mejor calidad. Innovar, en definitiva. Y para ello es imprescindible emplear importantes recursos en educación e I+D. No podemos fabricar brochas, por ejemplo, al mismo precio que los chinos. Si queremos fabricar brochas tendrán que ser muy buenas o tendrán que ser especiales. Para competir en precios las empresas tendrán que «deslocalizarse» a lugares mas baratos. Para competir en calidad necesitaremos mano de obra cualificada e inversión en investigación y diseño. En este momento, la capacidad de las PYME para llevar a cabo esta inversión está muy disminuida. Sería el momento de que esta tarea fuera soportada por el estado quien, bajo fórmulas diversas, recuperaría esta inversión a medio plazo. Además, ya sabemos, mas ventas, mas empleo, menos subsidios, menos gasto.
Pues bien, los tiros van en dirección contraria. Estamos optando por el modelo «chiringuito de playa». Para ser competitivos, hagamos trabajar mas y demos menos sueldos. Además, reduzcamos drásticamente la inversión en educación e investigación como si de un gasto superfluo se tratase.
El gran problema es que estas partidas no son gastos superfluos, sino elementos centrales en cualquier economía moderna. Un recorte en estos campos supone pérdida de las mejores cabezas (no emigran nunca los mas «tontos») y una segura travesía por el desierto durante décadas. Pensemos que se tarda años en poner en marcha y posicionar la investigación de un país. En España hemos tardado unos 15 años. Los investigadores, al igual que los deportistas de élite, no surgen de la nada.
Que la investigación es un elemento clave en la recuperación económica es un hecho claro para países como Francia, Alemania o EEUU. En España, sin embargo, el gasto público en I+D se ha ido reduciendo desde el comienzo de la crisis regresando al 0´25 del PIB (el mismo que en 1985) y las previsiones hasta el año 2020 son congelar estas partidas.
Los próximos meses nos mostrarán el devastador efecto de esta política. Si muchos grupos de investigación han tenido que reducir sus líneas y actividades, otros muchos van languideciendo todavía gracias a los proyectos competitivos que han conseguido y que son plurianuales.Cuando éstos finalicen, no habrá nuevos proyectos que los reemplacen, y los grupos se disgregarán.
El poder ciudadano, una vez mas, es capaz de ofrecer un rayito de esperanza. El crowdfunding aplicado a la investigación, el mecenazgo e, incluso, la participación en los gastos de los ensayos clínicos de los propios pacientes está posibilitando sacar proyectos adelante. De igual manera, otros investigadores utilizan las redes sociales y las posibilidades de Internet para llevar a cabo proyectos colaborativos en su tiempo privado. Hay muchos ejemplos para ilustrar esta esperanza. La Dra Mercedes Serrano en el Síndrome de Lowe, IrsiCaixa en el Síndrome de Fatiga Crónica, la investigación en diabetes con el Proyecto Paula y un largo etcétera.
Unamuno pensaba que no estábamos hechos para la ciencia. No era eso, era el dinero.